Ella nunca jamás intentó obligar a alguien a moverse en contra de su voluntad.
Todos siempre se preguntaban por qué, por qué era tan desprendida, por qué les permitía irse.
Ella nunca le decía a nadie sus motivos. Vamos que siempre inventaba algo, siempre creaba alguna explicación noble y altruista que hiciera que la dejaran en paz.
La verdad era otra. Ella odiaba su verdad.
Ella nunca había obligado a nadie a quedarse porque sabía demasiado bien lo que se sentía moverte sin que fuera tu voluntad.
En esas ocasiones no pensaba en su medio, no pensaba en lo externo, los de afuera no existían. En esos momentos pensaba en ella, en sus manos, en su rostro.
Pensaba en cómo sus músculos tendían a moverse por voluntad propia, a hacer lo que les placía sin siquiera preguntar. Ella pensaba en esos movimientos extraños e inevitables que la distraían en medio de cualquier situación. Esas cosas que la destacaban ante los demás, especialmente ante los buenos observadores. Porque ella podía ocultarlo, si, durante un rato, unos minutos, una hora máximo. Al final de ese pequeño lapso regresaban, con más intensidad, con más frecuencia, con una fuerza mayor. No era algo nuevo, estaban con ella desde hacía tanto tiempo como podía recordar. Siempre motivo de risa, siempre la razón de una burla, siempre destacándola entre la multitud y recordándole que no era como todos. Ella recordaba que en una vida pasada, en una existencia anterior, había podido controlarlas. Le había tomado trabajo, si, pero había podido hacer algo con ello. Esta vez no lograba hacerlo. Hacía una nueva vida que ella no sabía cómo detenerlas.
Le aterraba. Ella sentía miedo de pocas cosas, casi podía contarlas, y esa era una.
¿Alguna vez se detendrían?
¿Alguna vez lograría controlarlas?
No todos la veían en sus momentos malos, pero si muchos sabían. Sabían porque observaban, porque ponían atención. Y lo mencionaban.
No sabía que odiaba más, si simplemente que vieran o que también lo dijeran.
Ella no podía controlarlo. Odiaba no poder controlarlo.
Odiaba que sus manos se movieran por impulso propio cuando se enojaba, cuando se alteraba, cuando no las traía todas consigo. Una cosa era el arte, el impulso creativo, las ideas que la obligaban a escribir, otra cosa era eso. Ese impulso de movimiento que tenía más connotaciones psicológicas que creativas. La desesperaba. No quería volver a consultas, no quería más medicamentos, nunca había superado ese trauma, no quería más terapias extrañas donde le enseñaran a respirar. Ella respiraba, simplemente no se le daba bien.
Odiaba enojarse, o perder el control, o simplemente estar nerviosa. Cuando no las llevaba todas consigo, afloraban todos los fantasmas. Las inconstancias en su respiración, los movimientos de su cuello, los espasmos en los músculos de su rostro, esos gestos tan obvios y tan incómodos que no sabía controlar.
Mientras más perdía el control, más obvios eran, pero mientras más obvios se hacían, más problemas tenía ella para controlarlos.
Y ella no lo mencionaba, a menos que fuera estrictamente necesario.
Ella evitaba decir que era lo suficientemente rara como para ese tipo de cosas.
Tics.
La gente lo veía tan extraño como a un perro de 15 patas. Y a ella ya la veían como si tuviera 10 colas.
Un poco más no sería agradable. No quería averiguarlo.
Hasta donde ella sabia, ellos nunca lo habían visto. Nunca habían entendido.
Y las voces gritaban, una con suma claridad, pidiendo por alguien que sostuviera sus manos mientras los impulsos pasaban. Porque eso, quizá, tener un asidero, podría salvarla de ahogarse.
Ni ella ni yo pensamos disculparnos por nuestras palabras. No se disculpa el sol aunque queme ni la luna aunque en ocasiones aterre. Yo amo, todo aquello que pueda ser amable, y como me rehúso a esconderme, he aquí mi escape.
18 sept 2013
Involuntarios.
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