A veces no quiero pensar en lo que me espera.
Hay días en que me preocupa poner mis ojos en el posible futuro.
No sé a qué se deba, no sé si es por ti, o por ellos.
No sé siquiera si sea por mi.
Tengo miedo. Lo admito. Mucho miedo.
Miedo de perderme, miedo de perderte, miedo de que todo acabe y tu no me recuerdes.
Miedo a que el mañana no te permita seguir a mi lado, miedo a mi propio ser masoquista y torpe.
Tengo miedo a mis demonios y a mis ángeles, tengo miedo a mi misma.
¿A qué iba a temer sino era a mi?
Soy mi peor enemigo.
La principal sospechosa de mi destrucción, la principal causante de mi perdición.
Soy yo la que siempre se pierde, la que siempre se deshace, la que no sabe contener el aliento mientras espera.
Es a mi a la que tus palabras mueven como si fuera una hoja al viento.
A quien la curiosidad corroe como el óxido.
No entiendes.
Lo sé.
No importa.
Yo entiendo.
Entiendo demasiado bien, y eso es lo malo.
Entiendo a la perfección lo cerca que estoy volando del sol y las ganas que tengo de quemarme.
Entiendo demasiado bien lo mucho que quiero caer bajo tu embrujo.
Comprendo muy bien el salvaje anhelo de probar tu sangre.
Pero tranquilo, solo somos yo y mi constante masoquismo.
Solo yo y mi lado autodestructivo.
Solo yo y mis ganas.
Solo yo y el miedo de pertenecerte.
Solo yo y el miedo de quererte.
Solo yo y el miedo de no tenerte.
Solo yo y el chocolate.
Solo yo y mis dientes.
Solo yo y mis letras.
Solo yo y mis demonios.
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