No, nene, no te creas la gran cosa. A nadie le importan tus millones, tus cuentas bancarias son historia de ayer.
No, nene, no eres grande, eres solo un niño de juguete que se niega a crecer.
Recuerdo, querido, esa tarde en el parque. Estabas sentado fumándote un camel, creías ser genial solo por estar ahí, tumbado en el césped, como un artista callejero, no eras más que un perro, un perro viejo y enfermo,
un perro joven y herido, un perro medio muerto.
Yo te miraba desde la otra esquina, sopesaba con los dedos las opciones que tenía, podía ir a verte, burlarme un rato de tu cabello peinado con gomina, de tus pantalones ajustados y de tu cigarro a medio lado.
Podía quedarme donde estaba, aguardar a que llegara mi cita, pasarla bien y jugar por la noche, olvidarme de tu imagen de perro desvalido.
No sé si fue la lástima, o quizá la curiosidad, pero me levanté del banco y fui a donde estabas. Contoneando mi cadera, siempre moviéndome, así como había hecho toda la vida sin ser consciente de ello.
Me miraste cuando me pare frente a ti, dijiste que te tapaba el sol, estabas bajo un árbol, ahí no llegaba el sol. Luego dijiste que tu sol era diferente al mio, que era más brillante. Te pedí que me mostraras su brillo. Eres muy chica, dijiste sonriendo, tentándome, quizá en unos años, cuando la vida te eduque. Te sonreí, tu no sabes quien soy, dije, tal vez sepa más que vos.
Esa sonrisa ladeada que ponías cuando veías mi cuerpo desnudo apareció en tu rostro. Fue la primera vez que la vi y recuerdo que pensé que te hacía parecer un perro travieso. Siempre un perro, eso pensé, pero diferente tipo de perro. Los perros no son malos, pensé, son leales y juguetones, pero pueden morderte si los provocas. Recuerdo, también, que pensé que no sería malo ser mordida por tu boca.
A ver, chica, que quieres saber. Tu sonrisa me divertía, parecías más serio y mayor de lo que eras.
Llévame a volar, dije.
No puedo, muñeca. Te romperías.
No puedo, muñeco, te rompería.
Nos echamos a reír ante el juego. Luego me miraste serio. Tu piel parece porcelana, dijeron tus labios. Quiero llevarte a la cama, decían tus ojos.
Pero soy de carne y hueso, dijo mi boca. Inténtalo, decían mis ojos.
Te acostaste en el césped, como los perros de la calle, eres un perro después de todo, y me tendiste la mano. Me dejé caer junto a ti. Tu tomaste mi cintura, apretándome como un naufrago sostendría su tabla de salvación, y me pusiste sobre tu cuerpo. Pensé que estabas loco, que era un parque, pensaste que estaba loca porque te dije que me gustaba.
Nena, dijiste, dime que no, dime que te vas.
No me voy, dije, no me voy a ninguna parte.
Entonces vente conmigo, tus ojos me decían que esperabas que me negara.
Entonces vamos, nene.
Como un gato te levantaste, sin soltarme, siempre sin soltarme, y caminamos juntos saliendo del parque. Cruzamos la vieja calle y seguimos hasta tu casa. Era vieja, gastada, perfecta. La casera solía gritarnos, malcriados mocosos, cállense. Nosotros reíamos, ella no sabía amar, no conocía el placer de la cumbre ni la diversión del camino a ella.
Nos quedábamos allí, todo el día, toda la noche. Nuestros cuerpos bastaban.
Nunca llegué a mi cita, no se si él habrá llegado. Nunca te rompiste y yo no fui de porcelana.
Y lo que pasó desde esa noche en tu casa, es una historia que no importa nada.
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