Yo era la princesa encantada que vivía en el castillo de cristal. Rodeada por un lago de cocodrilos hambrientos, que esperaban la oportunidad de devorar a cualquier viajero. Yo solía ser el pequeño hada que vivía en el país de Nunca Jamás, creyendo que no crecería, que no cambiaría. Yo tenía varios pequeños enanos que me acompañaban en mis travesías por el enorme castillo. Pero todo era de cristal, todo era transparente, incluso ellos. Todo menos yo.
Un día, cansada de dormir y dormir, e hilar sueños en la vieja rueca mientras esperaba al príncipe encantado, decidí que era hora de salir de mi torre. Estaba harta de pinchar mis dedos con el huso, estaba harta de las viejas manzanas podridas y envenenadas para la cena. Me aburrí de tener que peinar mi larga cabellera junto a la ventana, ¿según quién tu ibas a subir por ella? No, cariño, yo ya no quería esperar un sueño, un beso de amor verdadero o un sacrificio para poder empezar mi camino. No, cariño.
Erase una vez, una princesa que se rebelo contra lo que era. Erase una vez una princesa que no quiso ser princesa. Erase una vez una princesa que antes que princesa era guerrera, era bruja, era hechicera. Erase una vez una princesa que tenía en más valía su imagen de sí misma que la opinión de la corte de bufones.
En fin, esa soy yo. La que se convirtió en bruja y en maga, la que hizo de sí misma una sirena encantada. La que en vez de princesa, prefirió ser hechicera, bruja malvada, demonio travieso y juguetón. Yo soy la que en vez de vivir por ti, decidí vivir para mi.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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