Ni ella ni yo pensamos disculparnos por nuestras palabras. No se disculpa el sol aunque queme ni la luna aunque en ocasiones aterre. Yo amo, todo aquello que pueda ser amable, y como me rehúso a esconderme, he aquí mi escape.

8 may 2012

Mi calle

Hacía frío. Tenía mucho frio.
La calle estaba tan vacía como solo saben estarlo las calles de esta ciudad un martes por la noche. Las farolas iluminaban poco, casi jugando a apagarse en secuencia, mientras las luciernagas alumbraban mucho, deslumbrando a los grillos y los renacuajos que bailaban en los charcos de alcantarillas desbordadas.
Como todas las noches, los vigilantes brillaban por su ausencia. Nunca habían hecho acto de presencia, no se por que deberían haber empezado hoy. Estaba desolada, desierta, inhabitada. Estaba muerta, como yo, como tu. Como nosotros.
Y por ahí caminé. Por la calle que llevaba en dirección a casa, por la calle de mi perdición. Conocía cada bache, cada hueco, cada imperfección de la vieja y ruinosa carretera. Conocía cada marca del concreto, cada rastro de alquitrán, cada marca de neumáticos quemados. Conocía los restos de sangre que quedaban de la ultima vez que alguien murió allí, y los restos del póster fúnebre que se colocó en su honor. Conocía la calle tanto como a ti.
En el sofocante calor de una noche de esta ciudad, se me ocurrieron miles de razones por las que no debería estar allí. Uno. Ese no era mi hogar. Se supone que casa es donde esta el alma, entonces no tengo hogar, no tengo alma, se la llevaron. Dos. Había demasiada sangre corriendo a través del suelo como para poder pensar y vivir allí. Tres. El suelo estaba frío y sucio. Cuatrocientos sesenta. Las ratas correteaban por todo el lugar. Quinientos noventa. Las oscuras sombras del callejón se estaban moviendo. Seiscientos dos. La luna no era visible desde allí. Setecientos tres. El polvo se adhería a mi piel. Ochocientos nueve. No podía recordar mucho. Novecientos. No estaba contigo. Mil. No estabas conmigo.
Mientras la luna se iba ocultando, las sombras se acercaron más.
Susurraban cosas, cosas desagradables. No habrías querido saber qué decían.
Hubo un poco de presión, un leve dolor, como algo que se rompe. Hubo fricción, sangre, piel.
Luego todo acabó. Todo se detuvo.
Mientras el pavimento se manchaba del liquido viscoso que salía de mi cuerpo, la oscuridad se acercaba cada vez más rápido, me acechaba.
Hacía frío. Tenía frío.
Quería dormir, dormir mucho, indeterminadamente.
Cerré mis ojos. Deje que mi cuerpo se hundiera en el abismo.
Casi pude escuchar las sirenas cantando, los radios transmitiendo la noticia de un asesinato en una calle que solía ser mía.

1 comentario:

Deja que tus gritos también sean llevados por el viento.