Día uno: Todo se fue al infierno.
Pero no, no empezó en el día uno. Empezó antes, mucho antes. Empezó el día cero, el día que, caminando por la calle, cometí el error o el acierto de toparme contigo.
Día cero: Aparentaba ser un buen día, pensé que sería bueno. Todo empezó bien, tranquilo, fácil, era como respirar. Bueno, no. No como respirar, era más como un trote ligero que no cansa demasiado, algo fácil de llevar, algo suave. Algo bueno.
Día uno: Ya lo dije, se fue todo al infierno. No sé cómo pasó, solo paso. Fue tu culpa, nadie te había llamado, nadie había pedido por ti. Apareciste y acaparaste todo, le diste un giro tan radical que me mareé.
Día dos: Empezábamos a salir del abismo. Empecé a respirar de nuevo.
Día diez: Te hiciste importante. No mucho, solo lo suficiente como para que aceptara verte.
Día once: Te vi. Por obligación, me convenciste y cedí. Había sacado el cuerpo a ese día, sabía que no serías cualquier cosa. Me quedo un dibujo, tétrico, incluso de miedo, me gustaba.
Día doce: Te vi de nuevo. Esta vez no estuvimos solos, no importó. Juegos, indirectas. Sabías bien lo que hacías, yo apenas tenía nociones de las reglas del juego, apenas suponía como empezar a jugar. Pero fue empate, no ganaste y yo no perdí.
Día trece: Me salvaste. De mi misma, de los demás. De las lágrimas. Te hiciste inevitablemente necesario. Tu voz se convirtió en un sonido demasiado grato y tus palabras en una sonrisa.
Día catorce: Pensé en ti. Demasiado para mi gusto. No lo suficiente a tu juicio.
Día dieciséis: Entre películas y chocolates se firmó mi perdición. No lo sabía, claro. Para mí era solo algo nuevo, algo lindo, algo intenso. ¿Qué era? No tenía nombre, no tenía descripción.
Día veinte: Surgieron las primeras palabras graves. Murciélagos, tu entenderás, las mariposas eran demasiado simples y bonitas. Todo era un poco más oscuro que eso.
Día veintiuno: Regreso a la infancia. Eso de que me den de comer esta raro. Eso de tener que esperar, desespera. Eso de que una canción signifique tanto, es extraño.
Día treinta y ocho: Le dimos nombre.
Día ochenta: Surgieron las palabras de la catástrofe. El inicio de la vorágine. Firmé mis cadenas con gusto, con besos, con sangre, con deseo. Surgió mi incógnita entre sentimiento y deseo.
Día ciento veintiséis: Te extrañé. Muchísimo. Demasiado como para que fuera bueno. No fue la primera pelea, pero dolió más que las anteriores. Ni siquiera una llamada a las dos de la madrugada, sin que te importase si estaba cansada o dormida, solucionó el caos que tenía por dentro.
Día ciento cuarenta y dos: Dije ya no más. Te dije adiós, no miré atrás. Tu tampoco lo hiciste. Pensé que todo estaba bien, que no sentía.
Día ciento sesenta y seis: Cometí un error. Tu me viste errar.
Día ciento setenta: Supe que había cometido un grave error.
Día ciento setenta y tres: Me deje llevar.
Día doscientos treinta y tres: Para ti todo ha acabado. Ya no hay vuelta de hoja.
Día doscientos cuarenta y siete: O lo que es lo mismo, día ciento ocho, dos mil seiscientas horas, nueve millones trescientos cincuenta y seis mil cuatrocientos segundos después, desde que ya no te tengo. Para mi da lo mismo. Ya ves, me desperté hoy y te extrañé.
He ahí el meollo del asunto. Te extraño. No te quiero, no te necesito, simplemente te extraño. Mis piernas son gelatina cerca tuyo, igual que antes, mi atención se dispersa y mis pasos se vuelven más confusos. Mi mente se bloquea. No sé qué sea, no tengo explicación. Pero cerca de ti, de nuevo estoy perdiendo el control.
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