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Los flashes de las cámaras le estaban causando una leve jaqueca. Debió haberle pedido al policía que lo llevara por otra ruta, o haber aceptado el ofrecimiento de entrar a la comisaría por la puerta trasera, sin embargo se había negado. Nunca había esperado que las afueras de la estación de policía estuvieran tan atestadas de reporteros curiosos y crueles.
—¿Tiene algo que decir?
—¿Algún mensaje para el que hizo esto?
—¿Cómo se siente?
Como si el estuviera en condiciones de responderles. ¡Maldición, mi mujer acaba de ser asesinada! ¿Qué no entienden eso? Quería gritarles, pero eso no solucionaría nada. No iba a traerla de regreso de la tumba, ni le daría a él el descanso que buscaba. Solo una cosa podría darle paz y era algo que no podía conseguir rápidamente.
—Hemos llegado a la estación –dijo el gendarme que tenía el volante.
El oficial que se hallaba sentado en el asiento del copiloto salió del auto y trato de dispersar a los reporteros, mientras el conductor bajaba a abrir la puerta del pasajero. Él salió en silencio, los reporteros se arremolinaban a su alrededor tomando fotos a diestra y siniestra. Un leve murmullo entre la multitud le recordó que tenía casi una semana sin afeitarse y que sus ropas, las mismas que llevara al encontrar el cuerpo, estaban manchadas de la sangre de ella. Un dedo helado trazó el recorrido de su columna vertebral. No había tenido mucho tiempo de asimilar las cosas, perderla, además de un impacto, era la confirmación de lo que sabía. Que no debía meterse con el orden de las cosas. Tratar de ser el policía bueno le había costado su vida.
—Señor, síganos, por favor —dijo uno de los policías, quien había logrado crear un camino entre los reporteros arremolinados a su alrededor como buitres esperando la muerte de un animal grande.
Mientras caminaba frente a todas esas cámaras y libretas anotando, supo que él era a quien ellos creían sospechoso. Irónico. Lo único que había hecho los últimos dos años había sido tratar de evitar lo que le había pasado. Desde que entrara a formar parte de la fuerza policial su principal objetivo había sido detener a hombres como ese, a mafiosos, a delincuentes, a los grandes jefes de las organizaciones criminales. No te metas con el estatus quo, le dijo un día su antiguo jefe, no es conveniente. Él le había ignorado, se trataba de un viejo anciano y regordete cuya corrupción era más que obvia. Siendo más joven se había creído invencible, recordó, se había creído capaz de derrotar todo el mal del mundo.
Y ella le había animado.
Ella le había apoyado, le había seguido hasta el otro extremo del país, había dejado su hogar, a su familia, todo lo que tenía por él. Por su tonto e iluso sueño. Sacudió la cabeza, no era momento de pensar en eso, no ahí.
El oficial que le había estado guiando le abrió la puerta de la comisaria, él entró sin demorarse, estaba harto de sentir los flashes sobre su espalda, del sonido molesto de los lápices garrapateando sabe Dios qué barbaridad en las diminutas libretas, y de los micrófonos grabando cualquier ínfimo sonido o comentario para luego distorsionarlo de manera increíble. Claro, era lógico que todo eso pasara, él se había metido a jugar en la caja de arena del jefe y ahora se la estaban haciendo pagar.
—Disculpe, señor —dijo un joven oficial que tropezó con él mientras intentaba salir de la comisaria.
Él le cedió el paso. Una vez dentro, observo a su alrededor. Opulento. Justo como casi todos los edificios del gobierno en ese lugar, un vano intento de inspirar respeto a los ciudadanos y temor a los delincuentes. Él no conocía esa oficina policial, su oficina principal estaba en otra ciudad, lejos de allí, sin embargo aun conservaba su cargo y su placa. Esa era la razón por la que no estaba esposado o por la que no le habían golpeado, llevaba puesta su placa cuando le encontraron.
El edificio estaba repleto de gendarmes armados, jóvenes en entrenamiento, ancianos a punto de jubilarse. Había toda una colección de personas únicas en ese lugar. Todos mirándole. Todos con la vista clavada en su camisa y su pantalón, no se había cambiado de ropa, seguía bañado en su sangre.
—Así que —llamó su atención uno de los oficiales que le había llevado allí—, porque no se sienta y espera a que le interroguemos.
—Seguro —respondió en un tono algo cargado de violencia.
Le ofrecieron sentarse en una banca de madera que se hallaba en el vestíbulo de la comisaria. Frente a él estaba la recepción, donde un joven policía, de no más de veinte años, atendía las llamadas; a su izquierda se hallaba una sala de interrogatorios, el vidrio era transparente hacia ese lado, y recordó que había algunas que tenían más de una ventana para observar. Su función era desviar la atención de la persona interrogada hacía la ventana errada y así poder analizarle mejor. Parece una jaula de ratones, pensó.
Mientras esperaba sentado todas las emociones a las que aun no había hecho frente le azotaron. Hizo un enorme esfuerzo de voluntad por reprimirlas y controlarse. Incluso durante el interrogatorio, mientras le cuestionaban sobre quién y por qué habría hecho eso, sintió que la enorme masa de materia oscura le cerraba la garganta, solo por un milisegundo. El interrogatorio fue largo, extenuante, le creían culpable y estaban tratando de hacer que se auto inculpara. Él no había sido, jamás habría podido hacerlo, pero él tenía contactos, demasiados, y podía asegurar que, incluso siendo inocente, le metieran a prisión.
Una vez que pudo salir de la comisaria se dirigió al apartamento donde habían estado viviendo los últimos meses. Aun conservaba el olor de ella. Apenas pudo cruzar el umbral antes de derrumbarse hecho un ovillo en el suelo.
Maldito sea, maldita sea. Malditos sean todos ellos.
Su mente no podía pensar en nada más que no fuera una sarta de maldiciones y lamentos. No podía concentrarse en nada diferente al dolor recalcitrante que le consumía por dentro. Habría preferido viajar al mismísimo infierno en carne propia que permitir que algo le pasase a ella. Habría dado su vida una y mil veces antes que aceptar perderla. Habría asesinado, mutilado, descuartizado felizmente a aquel infeliz que hizo eso si tan solo sirviera para arreglar algo. Una vez le había dicho que podría vender el alma por ella, por hacerla feliz, y el recuerdo de esas palabras aumentaron su dolor. Encorvado sobre si mismo, desplomado en el suelo, deshaciéndose en lágrimas, maldiciones y sollozos, se juró que las cosas no quedarían así. Iba a venderle su alma al diablo, y con gusto, solo para tener el placer de destruirle lenta y cruelmente.
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