No se trata de mi, aunque a ti te gustaría que así fuera.
Se trata de la vida, de la dulzura de esta vida que va de un rincón a otro sin aclararme exactamente dónde estamos. Siempre me ha gustado dejarme llevar, ir con el viento, ser libre. Quizá porque realmente no tengo esa libertad que tanto amo de ti. Mas, cariño, por mucho amor que le tenga a la libertad y a los viajes sin itinerario, me llega un momento en donde deseo saber al menos dónde acabaré. Digamos que es culpa de las hormonas, culpa de mi feminidad, culpa de mi naturaleza o simplemente porque unas cuantas de las cinceladas han llegado hasta mi centro de diamante. El punto, por más que desee divagar, es ese. Necesito saber. Necesito que una voz, etérea o terrena, celestial o infernal, eterna o perenne, me susurre al oído aquellas palabras que podrán ser mi salvación. Que me digan que el amor tiene un fin, que me digan que el deseo se consume a sí mismo, que me digan que la necesidad se ve saciada con la distancia. Que las canciones que una vez escuché a tu lado algún día sonarán sin carga, sin pólvora, que podré escucharlas sin necesidad de succionar la herida supurante que queda en mi alma luego de uno de mis episodios de ti. Podría llamarlos así, si no te importa, e incluso si te importa, después de mis lágrimas sobre la almohada y de las noches llenas de fantasmas, me he ganado a pulso el derecho de admitir que las heridas de este amor podrido están llenas de veneno, de pus, están llenas de podredumbre y de pestilencia. Y espero que algún día un científico sabio cree o se invente alguna forma de curar esto, de suturarlo, de cauterizar los bordes de mi alma. Los disparejos bordes de este corazón de espejo tan roto y deshecho que es más similar a un lago turbio que a un espejo claro y limpio. Quizá dentro de unos meses pueda escuchar el sonido de tu voz sin que mi absurdo corazón empiece a saltarse los latidos, sin que empiece una loca carrera desaforada por llegar a sólo él sabe donde. Quizá dentro de un año o dos pueda de nuevo entregar mi alma a los placeres tontos a los que me dedicaba con tu sombra, quizá antes si tengo suerte, quizá mañana mismo si la vida decide ser benevolente. Es probable, dentro de este universo de infinitas posibilidades, que logre atravesar el espejo y llegar a aquella dimensión perdida en el iris de tu mirada, aquella dimensión donde nunca te conocí, aquella donde jamás supe quién eras ni qué sentías, esa donde tus demonios no salieron a la luz para atraparme con su brillo como se atrapa a un insecto. Quizá en esa dimensión exista un método para permitirme respirar en tu presencia, un método para permitir que mis neuronas puedan conectarse cuando estás cerca, porque en este no lo hay. En este lo más cercano a mi paz mental eres tu y tu ausencia, tu total invisibilidad, el no verte o sentirte o siquiera saber que existes porque hasta tu aroma me eleva, me inunda, me quema y me disuelve.
Es posible que dentro de un par de años más, o de unos cuantos minutos, yo vuelva a tus brazos, o a los de morfeo, y me dedique de lleno a vivir todo ese caos que se me quedó dentro cuando decidiste que no valía lo suficiente para intentar, al menos, salvar mi alma perdida. Tranquilamente camino de regreso a mi vida antes de ti, aunque ya no está ahí, ya no hay una vida para esperarme, no después de ti. Y tengo que regresar con mis manos vacías a ese vagón de tren donde se quedan los viajantes que olvidaron guardar la llave del departamento de costumbre. Me acostumbré a ti, lo admito, a tus idas y venidas, a tus inconstancias, a tus ojos y a tu aliento. Me acostumbré a mi falta de ti y hoy no sé cómo manejarlo. No se trata de mi, se trata de uno de mis episodios de ti, de uno de mis extraños momentos de auto-compasión y auto-necesidad de ti. Se trata de uno de esos momentos donde nada más que tu importa, donde tu eres todo lo que hay o puede haber, donde tu eres todo lo que quiero, necesito, deseo. Donde el amor no se consume, el deseo no se apaga y la necesidad no queda saciada.
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