Era amor. Al menos eso fue lo que creí. Toda una vida, para
mi lo fue, estuve convencida de la veracidad de este sentimiento. Del poder que
tenia de llevarme al infinito en tus brazos, de elevarme al cielo a tu lado, de
intoxicarme con tus embriagadores besos que sabían a certeza y futuro. Era amor,
a todas luces me lo parecía. El sentir mi cuerpo vibrar con tu cercanía, la sintonía
entre nuestros pensamientos, la convicción de lo mucho que necesitaba de ti. Si,
pensé que era amor. ¿Me equivoque?
La forma en que tus manos rodeaban mi cintura, tu aliento
sobre mi cuello, como amaba eso. Adoraba el suelo que pisabas y no me importaba
que me redujeras a algo que besar y que sostener mientras estuvieras ahí.
Deseaba
estar metida en cada uno de los recovecos de tu cuerpo, en el hueco de tu
cuello, en agujero de tus costillas, en lo profundo de tu corazón. Desee con
toda el alma que mi lengua pudiera permanecer atada a la tuya y sentir así las
mariposas que revoloteaban en mi estomago y la dulzura mentolada de tus besos.
Ay, amor, llegue a desear con tanta fuerza no dejarte nunca que perdí pedazos
de mi misma con cada pelea y discusión que causaba la distancia.
Dije un día que tú serias el último, ¡como deseaba que fuera
cierto! Y termine encontrándome con que unos fugaces segundos bastaban para que
deseara que no fueras tú. Que amor tan complicado, pensé, eres todo lo que
quiero y todo aquello que no. Quizá fuimos un par de tontos demasiado felices
persiguiendo el vuelo de nuestro amor que perdimos de vista el suelo que debíamos
pisar. Quizá la tonta ilusa fui yo, por pensar que podría conseguir en ti
aquello que incluso no veía.
Ahora resulta que, después del tiempo, no puedo evitar mirarte y pensar que podría haber funcionado. Que podría haber tenido un futuro. Que podría haber sido nuestro peor error. No se ni que digo, querido. Hasta ese punto tienes efecto en mí. Simplemente quería decirte que no ha sido tan fácil dejarte ir.