Erase una vez dos chicos, jóvenes, tontos, ilusos y perdidos, que veían caer los rayos sobre el viejo castillo y comían malvaviscos en un balcón. Jugaban a entenderse, jugaban a ser algo, jugaban a estar juntos mientras ambos sabían que era más complicado que simplemente estarlo.
Él, tímido, torpe, indiferente a sus intentos. Ella, extrovertida, torpe, muriéndose de intentarlo.
Al final la lluvia acabó y las películas también. Los malvaviscos se convirtieron en nubes para luego extinguirse en un pedazo de nada.
Sabes, querido, nunca he podido regresar. Aún no tengo el valor para regresar a ese lugar encantado. No sé a qué le temo, si a los rayos, si a los truenos, si a esa lluvia que tanto amo y que ahora tanto duele. O quizá sea a la simple visión de aquello que compartimos, quizá sea porque conservo ese recuerdo y volver sin ti sería borrarlo. Debería ir, volver a ese lugar, sola, ver que tanto puedo soportarlo y qué es exactamente a lo que le temo. Debería, pero por ahora sé que no será así. Aún conservo ese como uno de mis recuerdos más preciados, no quiero que quede vacío aún.
Erase una vez algo que ya luego no fue.
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