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La puerta se abrió lentamente, sobresaltándolo. El hombre reprimió una maldición. Una parte de él quería tomarla en brazos, llevarla arriba y azotarla por cometer semejante imprudencia, incluso sabiendo quien la perseguía; la otra parte estaba agradecida porque ella no se hubiera ido aun y por tener esa oportunidad. La mujer estaba envuelta en una bata de seda que realmente no hacia mucho por cubrir su desnudez, y sus cabellos húmedos se adherían a la piel de su cuello y rostro. Estaba exquisita, incluso sin arreglar, ella poseía ese aire de elegancia natural y de belleza que la hacían destacar en los salones más atestados de gente. Que pensaría ella si supiera que él había estado tras sus pasos por tanto tiempo. Si le dijera que era él a quien ella volteaba a ver al doblar cada esquina, al cruzar cada calle, al entrar a cada tienda. Que era él la razón por la que ella estaba en esa vieja y destartalada casa.
—Oh, eres tu –la mujer no parecía muy sorprendida de verlo allí, igual que tampoco había estado muy sorprendida en el cementerio.