Pensé que no quedaban ya monstruos en este armario. Estaba convencida de haberlos destruido y desterrado a todos, de haberles debilitado y haberles destronado. Pensé que la oscuridad ya no tendría sobre mi aquel poder desgarrador y manipulador, aquella mano negra llena de oscuridad y miedo, que solía obligarme a gritar silenciosamente mientras se arrastraba a mi lado. Grave error se comete al pensar que sólo porque el miedo no esté en primera plana ya no existe. Yo te dije un día que tenia monstruos en mi armario, demonios, bestias que a veces eran más fuertes que yo, te dije que las manejaba a ratos, que podía con ellas. Tu llegaste, interpretando un papel de caballero de armadura dorada, que por unos segundos deslumbró a mis ojos tristes. Yo sabía de magia, avada kedavra y hocus pocus, podía inventar hechizos para sacarme a mi misma del abismo, para olvidar los raspones y las cortadas, para mitigar el hambre. Había aprendido en muchas ocasiones lo que un par de palabras bien dichas y unas cuantas caricias podían lograr, había aprendido que, tal y como yo obtenía aquello que deseaba, también lo entregaba, sucumbiendo a la magia más antigua y conocida de todas, y a la vez una de las mas infalibles, la seducción. Había jugado varios juegos, unos peligrosos y otros inofensivos, entregando siempre mi parte de la apuesta, perdiendo o ganándole terreno a esos demonios que compartían la mesa conmigo. Pero a ti, a ti nadie te había invitado al juego, esto era póquer de maestros y tu aún pertenecías a las ligas menores. Tuviste cierta suerte de principiante y se sentía como un suave bálsamo, como una bandita puesta sobre un raspón reciente para cubrirlo del exterior, para protegerlo. Durante unos segundos se sintió como un embrujo, como una de las maldiciones de los cuentos de hadas, esas que son tan famosas, que te hacen olvidar todo, lo que duele, lo que no duele, lo que quema y lo que corrompe. Creo haber estado ahí antes, en otra vida, en otro momento, antes de sentir, antes de llorar, mientras un gato negro me observaba de lejos y sonreía conocedor de un secreto que yo ignoraba. Resultó que no podías detener la corrupción de un cuerpo muerto, de algo ya deshecho, con una simple bandita. Si la herida ya está infectada no hay mucho por hacer cubriéndola. Despierta. Tras un momento llega otro, tras un recuerdo uno nuevo, un hechizo tan débil que acabó por romperse y alejarte, rasgó el puente que unía el bosque viejo con tu castillo de príncipe encantado. Un caballero de armadura dorada jamás requerido, jamás llamado, nunca entrenado. Tu decías haber luchado con dragones, con gigantes, con brujas y hechiceros, con cíclopes y calamares; esa lista tan extensa tuya no incluía monstruos en armarios, no incluía demonios en almas podridas, no incluía miedos de chiquillos convertidos en terrores de hombres. Y me pregunto qué será de mi, si habrá algo más después. Tu espada rota yace en un rincón de la habitación de mi castillo en el bosque oscuro, llena de una sangre que no pertenece al monstruo que debías derrotar, llena de unas lágrimas que nunca debieron haberla llenado. Tu armadura roja, oxidada, deslustrada, está de cualquier modo en una pila en el centro del salón, acumulando polvo y larvas, acumulando tristezas y fantasmas. No debías ser tu, no debías enfrentarlo, no debías intentarlo. Nadie te explicó, supongo, que los monstruos de armarios sólo pueden ser vencidos por sus dueños, por aquellos que imaginaron el terror que los creó en primer lugar. Claro que no, los caballeros de la mesa redonda no saben que hay cosas más allá de su control, cosas con las que no pueden lidiar, cosas que no puede sobrellevar, cosas que no les temen. Hay un fenómeno curioso con los monstruos estos, los del armario, esos, y es que no reconocen más dios que aquel que los crea, aquel que les teme, aquel que es incapaz de dormir sin una luz en la habitación o sin una manta en los pies por temor a que aparezcan realmente ante él, aunque lo desea inconscientemente, es su forma de saber que es real, que no es sólo paranoia. Muy curioso es, porque sólo quien más les teme puede vencerlos, desvanecerlos, aunque nadie lo sabe, nadie se toma el tiempo de investigar la naturaleza de los seres del armario porque, una de dos, o no creen en ellos o les temen demasiado. Y no te culpo, tu confiabas en ser un caballero completo, confiabas en tu armadura dorada y en tu espada brillante, y eso quizá bastaba para los monstruos secundarios, los de los cajones y las alacenas, los de los cuartos secundarios y habitaciones de huéspedes, pero mi monstruo personal, ese que se esconde en el armario principal de mi habitación, ese era demasiado para ti. Vi el terror en tu rostro, vi el miedo tomar forma en tus ojos y al dolor convertirse en una sombra a tu espalda mientras sus garras rompían tu espada y se clavaban en tu espalda, y atravesaban tu coraza dorada, y quebraban tus huesos hasta hacerlos polvo. Él es venenoso, es ponzoñoso, es peligroso, es fuerte y es desalmado. Es mi monstruo personal. Es mi miedo personal. Nunca aprendiste a temerle y por eso te destruyó, no le costó trabajo alguno, esfuerzo alguno, fue un simple moverse y ya no estabas, y la armadura yacía amontonada en medio de la habitación y la espada rota en una esquina. Y él volvía a su rincón, al armario que está justo frente a mi cama, ese que veo todas las noches, ese donde mi vista se congela y que hace a mi respiración perder su ritmo. Y yo vuelvo todas las noches, quiera o no, a esa habitación, busco restos de ti, restos de tu piel, de tu aroma, de tu corazón, busco algo que me salve del terror de la noche porque, incluso ahora, sigo sin poder enfrentarme a él. Sigo sin poder mirarle, sigo sin poder pagar tu desaparición.
Aún ahora los monstruos del armario me persiguen. Aún hay un monstruo en mi armario y yo espero alguien que me acompañe hasta la cama un rato.
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