Ni ella ni yo pensamos disculparnos por nuestras palabras. No se disculpa el sol aunque queme ni la luna aunque en ocasiones aterre. Yo amo, todo aquello que pueda ser amable, y como me rehúso a esconderme, he aquí mi escape.

8 abr 2013

ELLOS. Ella.

Ella observaba, con esa mirada que poseen aquellos que se han acostumbrado a observar ciertas cosas, como se desarrollaban los juegos. Los Juegos del Trono. Eran siempre lo mismo de lo mismo, era siempre un poco de todo ello. Era siempre el modo en que los grandes decidían quién sería el astro del siglo mientras lidiaban con el tedio de la inmortalidad. El enorme coliseo se encontraba bastante lleno, unos y otros casi todos los que realmente tenían un nombre entre ellos estaban ahí. Incluso los más jóvenes, que no podían ser contados como tales puesto que eran ya lo suficientemente mayores, estaban ahí.  La multitud se agrupaba en sus bancas, en los pasillos, en todos los rincones que podían encontrar, sin importar incluso si estaban de pie, porque el espectáculo era algo digno de ser visto.
Ella bufó involuntariamente, lo que le ganó una mirada reprobadora de su padre. Se sentía incómoda en medio de esa multitud. Estaba harta de ver el mismo espectáculo sangriento que se repetía cada siglo, con todos los que quisieran ser parte, y que envolvía la más grande batalla que los suyos hubieran librado hasta ahora. Era todo una batalla por fama, por poder, cuando eres un inmortal las guerras pierden su sentido, los Juegos, sin embargo, conservaban toda su gloria desde los tiempos inmemoriales. Desde su más tierna infancia Ella se había visto en ese mismo palco, en esa zona, observando los Juegos acontecer unos tras otros y a los suyos sangrar y romperse en pedazos a manos de su mismo pueblo. El dolor era lo de menos, la muerte no era problema, eran seres inmortales y casi indestructibles; el aburrimiento era el problema.
Les llamaban Juegos del Trono, titulo irónico, puesto que nadie obtenía el trono al final, la única forma de obtener el trono era por matrimonio o por muerte del monarca, en cuyo caso sus hijos heredaban. El nombre de los juegos se debía realmente a la forma en que habían sido creados. Ella recordaba bastante bien las historias, su memoria era una de esas pocas que no se empañaba con el tiempo, y la mayor parte de ellas contaban que los juegos habían sido creados como una forma de entretenerse y de divertir al pueblo. No eran un pueblo sumamente numeroso, pero si poderoso. Ellos tenían una fuerza que los humanos no poseían, Ellos tenían un espíritu que los humanos no conocían, Ellos no tenían nombre.
Sin que Ella se diera cuenta, los miembros del palco se habían ido alejando de su lado, poco a poco, como era siempre. Ella estaba demasiado distraída en sus propias cavilaciones y recuerdos. Se veía a sí misma cuando era una pequeña, tantos siglos atrás. Estaba corriendo por un campo de trigo, todo oro y miel, mientras el sol brillaba en lo alto del cielo. Era un privilegio, un gusto que pocas veces podía permitirse. Su existencia vivía vigilada, bajo la mirada constante y amenazadora de su padre, de su guardia personal, de los Jueces del Trono. Ella había sido una niña, una privilegiada ciertamente, pero una al fin y al cabo.
Su mirada oscilaba entre la arena del coliseo y las vigas del techo de su palco. Le era imposible no ver los Juegos por momentos, él estaba participando. Su único amigo, su único confidente, la única persona que había crecido a su lado. Los niños no eran muy comunes entre ellos, su propia naturaleza lo impedía, y el haber tenido a otro niño que creciera a la par que ella había sido un privilegio sumamente grande.
En una de sus muchas miradas furtivas a la arena, Nathaniel sorprendió su mirada y le dirigió una sonrisa brillante y confiada, y acto seguido se giró y clavó su espada en el pecho de uno de los más altos jueces del Trono, un hombre cruel y malvado que participaba en los Juegos por el puro placer de herir a los demás. A Ella se le había quedado grabada la mirada de Nathaniel, era esa mirada pura y límpida que siempre le había dirigido. Esa mirada con la que la convencía de salir a correr por los campos de trigo, aunque estuvieran fuera de los límites, aunque estuvieran prohibidos. Él era el amigo que ella más apreciaba, casi su único, y uno de los pocos ante los cuales su padre no podía poner peros. Nathaniel venía de una familia antigua y poderosa, era un puro, como casi todos ellos. La primera vez que Ella había tomado conciencia de quién era ella había sido gracias a él.

- ¿Acaso no sabes quién eres? -le había dicho un Nathaniel niño con ojos de un verde violaceo y con un rostro de sorpresa.
Ella había negado con su cabeza llena de rizos. El joven Nathaniel se recostó sobre el suelo y contempló el cielo por un rato. Habían ido de excursión a un trigal y estaban retozando en el suelo. Ella estaba sentada, muy atenta a cada palabra de Nathaniel, ya que el chico parecía saber más de ella que Ella misma.
- Tú eres Ella -respondió de pronto él-. No los dejes convencerte de lo contrario. Pero también eres la dueña de la mayor parte de las vidas aquí. Eres la dueña de todo lo que ves, aunque las personas débiles no lo sepan. Y eres la hija del Dueño del Trono.
- Soy la hija del Dueño ...
- ¿No te lo han explicado? -preguntó Nathaniel interrumpiéndola.
Ella volvió a negar con la cabeza. Sólo tenía ocho años, Nathaniel tenía diez, él era más sabio.
- Bueno, supongo que lo harán cuando cumplas nueve -dijo Nathaniel, los nueve eran la edad de las respuestas en su pueblo-. Pero hay cosas que no te dicen, que a mi no me dijeron. Tu eres la hija del Dueño del Trono, osea del rey. Eso te hace una princesa, creo -y Nathaniel rió. Ella enrojeció, él no la creía una princesa.
- ¡No rías! -le gritó Ella.
Nathaniel calló inmediatamente. Su rostro lívido y sus ojos llenos de pánico. Ella se sintió tan consternada que no supo qué decir.
- Lo siento -dijo porque pensó que arreglaría las cosas.
- No lo hagas -le dijo Nathaniel-. No debí haber reído. Y tampoco haberte asustado, aun no sabes quién eres.
- Soy la hija de...
- No -le interrumpió el chico-. Es más que eso. Eres la dueña. Tu serás la Dueña del Trono algún día, si alguien te desagrada, no debes sino decirlo y caerá.
Con esas palabras se acabó la seriedad de la conversación, los guardias habían salido a buscarlos y ellos huyeron a lo largo del campo corriendo y riendo de la torpeza de sus cuidadores.

Al volver su pensamiento a la realidad, Ella vio que los Juegos habían acabado, bendito fuera el cielo. Y que su amigo se dirigía a ella sano y salvo. Nadie se interpuso en su encuentro, nadie osaba acercarse nunca cuando ellos se reunían. Eran altamente peligrosos e irreverentes por separado, juntos, eran aún peores. Nathaniel le sonrió enormemente cuando llegó a donde ella estaba. Estrechó la mano que ella había extendido y depositó un suave y burlón beso en su dorso. El público tenía su mirada fija en ellos, Nathaniel había sido el vencedor y se esperaba que el Dueño del Trono le diera su premio. Una corona purpura y una túnica negra, esos eran los símbolos del ganador. Mas el Dueño tampoco se atrevía a acercarse cuando ellos se reunían, y Ella sabía que era porque su padre esperaba que entre ella y Nathaniel surgiera algo, eso. Pero no ocurría así, ellos eran simplemente amigos, compañeros en buenas y malas, y el amor era algo que no figuraba en esa ocasión.
- ¿Qué esperas? -le susurró Nathaniel acercándose a su oído- Dales algo de qué hablar.
- Calla -respondió Ella-. Aún no.
Aún no, ella aún no pensaba desafiar a aquel que poseía control sobre su salida al mundo de afuera.
- Tengo algo que confesarte -dijo Nathaniel de pronto.
Ella le miró. A lo largo de los siglos, las contadas ocasiones en que su amigo usaba esa expresión solían estar relacionadas con romper reliquias invaluables, escaparse de noche, mentirle a los guardias o cosas por el estilo. Él se sonrojó un poco bajo su escrutinio, gesto que ella estaba segura indicaba que algo malo estaba por venir.
- Nathaniel -susurró Ella, la gente empezaba a inquietarse y se acercaban más a donde estaban-, explícate ya.
- Ha pasado -fue todo lo que él dijo.
Ella quedó conmocionada por dos latidos de corazón, luego saltó a su cuello y empezó a gritar de dicha.
Había pasado, una voz en su mente se lamentaba que le hubiera pasado a él antes que a ella, pero había pasado y ella estaba dichosa por su amigo.
La naturaleza con  la que había sido creados Ellos les condicionaba a ser capaces de amar una única y exclusiva vez en toda su existencia. Ese amor solía ser correspondido, aunque también existían casos donde no lo era. Y su propio cuerpo reaccionaba a ello, la razón de que los niños fueran tan escasos era que sus cuerpos sólo permitían procrear cuando estaban enamorados, era sólo con su pareja con quién  podían tener hijos. Y el amor, entre ellos, como algo irrevocable era también algo no tan usual y sumamente deseado. Era una condena eterna, así como la salvación.
Quizá por eso Ella se sentía un poco más sola ahora que Nathaniel tenía a alguien. Ella seguía sin tener a nadie, seguía sola. Y eso, en alguna parte de su mente, le quemaba un poco.
 

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