- Reconozco que no tengo remedio -dijo ella.
Él sonreía. Sin saber por qué, exactamente, simplemente lo hacía.
- Lo ultimo que quise fue esto, ser una total pendeja por una estupidez.
Él seguía sonriendo. Seguía sin decir nada. Ella se estaba desesperando con su actitud.
- Me marcho -dijo levantándose de pronto y acomodándose la falda que la hierba había arrugado.
Entonces él perdió la sonrisa. Su rostro se ensombreció y la tomó de la mano antes de que ella pudiera terminar de arreglar su ropa y se hubiera marchado.
- No.
Fue todo. Fue todo lo que dijo.
Se quedaron en silencio unos instantes, observándose, reconociéndose como si fuera la primera vez que se veían.
- ¿No qué? -dijo ella al fin.
- No te vayas.
Ella dudó un instante y entonces él tiró de su mano y la hizo sentarse de nuevo.
- No te vayas -repitió, poniendo sus manos sobre las mejillas de ella-. Tienes razón, no tienes remedio. Y eres una total pendeja y estas actuando por una estupidez. Pero así eres tu.
Un sonido ahogado y ofendido resonó en el pecho de ella mientras le cruzaba la cara con una bofetada.
- Vale -sonrió él-, me la merezco por no aclarar. Ahora escúchame -esta vez se aseguró de sostener las manos de la joven, su cara podría esperar-. Eres una tonta, no tienes remedio y estás chiflada. ¿Y qué? A mi eso me encanta de ti. Eso es lo que hace que cada mañana quiera verte sonreír y llorar y hacer todas esas locuras que haces cuando te aburres.
Lentamente él le soltó las manos y simplemente la miró a los ojos.
- Me encanta que te guste el chocolate más que cualquier otra cosa, me encanta que sepas que hay más en las personas que solo maldad, incluso aunque te defrauden, me encanta que vivas con la nariz en los libros más de lo que la tienes en la realidad, me encanta que hagas historias en tu mente cuando estás sola o triste, me encanta que te atiborres de dulces cuando te sientes mal. Me encantas. Y me desesperas.
Él soltó una carcajada y ella se sonrojó. Conocía esa risa, era la misma de cuando él estaba a punto de decir algo que no quería tener que decir.
- Eres desesperante. Esa necesidad imperiosa de saber el por qué de las cosas, esa obsesión por llevar la contraria, esas ganas que siempre tienes de actuar cómo mejor te place, esa actitud de valiente e independiente que te impide aceptar ayuda, esas locas cosas que dices de vez en cuando. Las adoro.
- Pensé que te desesperaban -dijo ella. Él volvió a reír.
- ¿Lo ves? Básicamente me acabo de poner en bandeja y tu te concentras en que dije que me desesperas.
- Pero es que...
- Lo haces de nuevo -la interrumpió él.
- Lo siento -dijo ella, más por reflejo que por otra cosa.
- Eso también me encanta. Eres la única persona cuya disculpa es honesta y automática a la vez. Ah, debes dejar de poner en duda todo lo que digo.
Ella esbozó una sonrisa tímida. Solía dudar todo lo que él decía, aun así siempre quería escucharle.
- ¿Me abofetearás de nuevo, preciosa? -dijo él suavemente. Ella negó con la cabeza.
Entonces él la besó. La calló y la dejó en ese estado en el que solo te dejan los besos que de verdad se sienten en el alma.
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