Ni ella ni yo pensamos disculparnos por nuestras palabras. No se disculpa el sol aunque queme ni la luna aunque en ocasiones aterre. Yo amo, todo aquello que pueda ser amable, y como me rehúso a esconderme, he aquí mi escape.

16 nov 2012

Preocupación.

Ti. Tic. Tic.

El sonido de las uñas golpeando el mármol de la mesa estaba casi sincronizado con el tic tac del reloj que colgaba de la pared de la cocina. Eran casi las tres de la madrugada y aún no había señales. En otra circunstancia se habría preocupado, sin embargo sabía que nada anormal ocurría, que todo estaba bien, y que era solo su propia preocupación la que le impedía concentrarse en alguna otra cosa. Había estado observando el lento avance de las manecillas del reloj por un periodo de tiempo bastante considerable. Ya no era consciente de cuánto tiempo había pasado, solo podía pensar en las múltiples y muy aterradoras opciones. Los escenarios se dibujaban en su cabeza con una extraordinaria nitidez. Un par de policías se presentaban a su puerta con muy malas noticias. Una llamada telefónica de una voz llorosa y entrecortada. Una llamada del hospital preguntando si conocía a esa persona. Sacudió la cabeza intentando alejar esos pensamientos de su mente pero aun persistía uno. El peor de todos. Era ese donde no sabía nada, absolutamente nada, y la incertidumbre se convertía en un eterno peso sobre sus hombros. Era ese donde el silencio le hablaba día tras día y no decía nada, se quedaba ahí, acompañándola y haciéndole temer cada paso, cada sonido y cada rostro, haciéndola buscar rasgos similares en todas las caras que viera, haciendo que buscara un aroma como aquel, un par de brazos como esos, un par de ojos como los suyos, una voz como la suya.

Tic, tac, tic, tac.

El reloj de la cocina había avanzado otro tramo considerable cuando la puerta de entrada se abrió y la silueta que había estado esperando tanto tiempo entró por ella. Un breve vistazo bastó para confirmar que todo iba bien, que no había heridas, rasguños, ni huellas de dolor físico. Sus ojos recorrieron el rostro de esa persona buscando también heridas de esas que son más profundas que un tajo que atraviesa el cuerpo, tampoco halló nada. De pronto todo se esfumó, todo se fue tan repentinamente que si no lo hubiera sabido, habría pensado que era falso. De pronto solo quedaba dentro de ella una rabia intensa, sorda, latente que vibraba con la fuerza de un terremoto y que gritaba que le dejaran salir.

- Eres un idiota -dijo sin pensarlo dos veces.

Él acababa de dejar sus llaves en una mesa auxiliar junto a la puerta y se había girado a observarla.

- ¿Es todo?

Ella no pudo contenerse. Tomó lo primero que encontró con sus manos y lo arrojó con toda la fuerza de la que era capaz. El tazón reventó al golpear la pared y él tuvo que saltar para que los pedazos de vidrio no le golpearan. Sin decir una sola palabra, él volvió a mirarla. Ella estaba temblando de rabia, de humillación y frustración. De un momento a otro, y sin que ella lo advirtiera, un par de diamantes empezaron a correr por sus mejillas. El, ablandado por el brillo de aquellas gemas, dejó a un lado su actitud arrogante y se acercó a ella.

- ¿Estabas esperándome? -mientras hablaba, él la abrazó  y le secó las lágrimas con besos.

- Claro que si.

- Lamento haberte preocupado -dijo él, con un tono que era más sarcástico que sentido.

- No seas idiota -dijo ella-. Si estaba preocupada, siempre lo estaré.

- Deberías confiar más en mi.

- No es asunto de confianza. Confío plenamente en ti. Pero sea como sea, moriré de preocupación siempre que no sepa qué es de ti, ¿acaso no ves que estoy perdida?

- ¿Perdida?

- Perdida. Perdida por completo porque no sé vivir sin ti y porque no sé vivir sin saber que estás bien.

- No te preocupes, por mucho que te pierdas, yo te encontraré.

Y los diamantes se disolvieron y las palabras se acabaron.

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