Ella bajó la mano. Secó sus lágrimas al viento y suspiró.
Él sostuvo el pañuelo en alto, sabiendo que ella no lo tomaría, permanecía así.
Ella se giró. Lo miró con esos ojos profundos y maduros, ojos que hasta hacia unos minutos habían sido inocentes y dulces.
Él mantuvo el gesto del pañuelo. Esperanzado en, con al menos ese gesto, conseguir su atención.
Ella cuadró los hombros y levantó una mano. No tomó el pañuelo, sino que devolvió la mano que él le tendía a su posición original, en el regazo del hombre, con el puño cerrado y el pañuelo atrapado.
Él no dijo nada.
Ella se inclinó hacia él, le dio un beso en la mejilla, y uno más leve, un simple roce, en los labios. Luego se levantó y empezó a andar. Tenía el mismo vaivén del primer día, hacia ya tanto tiempo, y él supo que iba a estar bien. Que ella iba a estar bien. Pero también supo que él nunca podría estar bien de nuevo.
Y se aterró.
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