De pronto fue en un momento de locura que se me ocurrió la idea, ese tipo de ideas que se nos ocurren cuando estamos tan cerca del fondo que ya no importa bajar un poquito más (un poquito o mucho, da igual, si no ves el sol no piensas mucho en qué tan lejos está). Perdí el miedo a caerme cuando me soltaste, cuando tus manos dejaron de sostener mi cintura, supe que caía. Supe que golpearía el suelo, con fuerza, como los meteoros que caen o como los globos con agua que se lanzan de lo alto de edificios para divertirnos. Tus manos eran un pequeño vicio adquirido, una mala costumbre que había adoptado como mía y que amaba, adoraba, atesoraba como si fuera el aire en mis pulmones. Me preguntarás si eso se puede, respirar a través de ti, respirarte, y yo no sé qué decirte porque creo que se puede y creo que no. Es una cosa complicada, ves, es una de esas cosas donde nadie se pone de acuerdo del todo y se presta para enredar más la madeja y desaparecer el final del nudo. Ya lo había dicho Cortázar, te deja estaqueado en mitad del patio. Y yo no sé si eso valdrá como respirar(te), no termino de aclararme al respecto, pero se le parece demasiado. Y es que al haber dicho él algo como eso, ¿habría sabido que sus palabras se me enredarían en el alma, que serían ese tatuaje con el que quiero cubrir mi espalda -en ese punto donde se cruzarían mis alas de haber sido un ángel y no humana-, que serían la frase que se me atorara en el cuello cada dos por tres que no fuera seis? Tengo la impresión que quizá sí lo supo, no del tipo de saber que te da una convicción o certeza sobre algo, pero si ese saber que te la una leve idea, un destello de una impresión, debía saberlo, espero que lo haya sentido. Y cuando él soltó mi cintura y me vine al suelo, y entendí a Cortázar, busqué un par de alas. Adopté sus alas, le adopté a él. Le usé como puente, como columpio, como paracaídas. Le usé como salvavidas y aunque él soltó mi cintura yo no solté su recuerdo. Y me escondo ahora entre la música, entre las letras de esas declaraciones de amor honestas y crudas que hablan no de 'para siempre' sino de 'por ahora' y de 'mientras dure', que es más honesto que decir que 'para siempre'. Un día desperté y tenía el cabello enredado en el cuello y su nombre atravesado en la garganta, tenía las manos dormidas y no sentía media cara, la almohada estaba empapada en lagrimas. Ese día lo dejé ir, ese día solté su recuerdo y empecé a caminar en otra dirección, hacia adelante, hacia un lado, no sé bien hacia donde caminé pero fue en otra dirección. Ya no hacia él. Mis manos no se acostumbraron bien a la falta de las suyas, lo reemplazaron, como se suele hacer con la ropa, cambias algo viejo y gastado por algo nuevo, escogieron lápices, pinceles, tizas, hojas, libros, letras, otras manos. Esas fueron las peores, las otras manos. Pasaban entre mis dedos temporalmente, llenas de calor y de ternura, dejaban un rastro de besos que se sentía como si ya hubieran estado ahí en un pasado, en una vida distante o en otro futuro por llegar. Eran como agua, es la mejor explicación, mis manos no lograban sostenerlas, no lograban retenerlas, ni siquiera intentaban hacerlo. Los dejaba escurrir porque no eran lo que buscaba al final, no era como dice Cortázar, que llevamos en el bolsillo lo que andamos buscando, yo ni en mi bolsillo ni en la mano ¿cómo lo meto a mi bolsillo? Mide casi un metro setenta, tiene veinti tantos, ojos claros, cabello oscuro, extraño, solitario, un niño perdido en un mundo extraño y lleno de miedos, vamos que no puedo meterlo al bolsillo. Tampoco podía mantener esas manos atadas a mi. Divago, tiende a pasar, cuando se trata de él es lo que hago. La idea que se me ocurrió, esa alocada idea que tuve al tocar fondo fue decir adiós. Suena extraño, porque dije adiós hace tiempo cuando solté su recuerdo, pero había un adiós que me faltaba decir: el de mis labios. Sus labios, sus ojos, sus manos, su él, habían sido los últimos en tocar mi piel, los últimos cuyo calor sentí, los últimos que quise sentir. Decidí que era momento de decirle adiós también a eso. Busqué a alguien, alguien que valiera la pena, alguien con quien me sintiera bien, y dejé que sus manos y sus labios desaparecieran de mi cuerpo. Sus manos ya no son las últimas, sus besos no son los últimos, ya no es su amor el último tampoco, pero sigue siendo él en quien pienso al leer a Cortázar y que vos no escogés la lluvia que te va a calar hasta los huesos al salir del concierto. Mi concierto acabó en un diluvio y sigo sin saber nadar.
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